Un día festivo sus padres invitaron a los habitantes de varias casas vecinas. Como eran muchos, algunos salían al porche. El niño sentía calor y, por tanto, la necesidad de salir afuera. Subió a su cuarto, intentó leer y después dormir sin conseguirlo por el ruido.
Empezó a pensar en lo logrado hasta ahora y si sería suficiente. De repente se vio a la entrada del bosque. Todos lo saludaban como a un viejo amigo al que no ven desde hace mucho tiempo. Dio media vuelta y oyó a su espalda:
– ¿Qué prisa tienes? Acabas de llegar y quieres marcharte. ¿No respondes a los saludos?
Sabía que no debía hacer caso, sabía que no estaba allí en realidad. Pero su mente había emprendido el viaje.
– No quería ser maleducado – dijo. Aunque no sabía con quién hablaba.
– Pasa. – La voz se volvió más dulce.
– No quiero molestar. ¿Con quién hablo?
– Soy el bosque. Hace tiempo que no vienes y, esta vez, debes resolver un sencillo acertijo si quieres entrar.
– En realidad quiero volver. – Se arrepintió nada más decirlo.
– ¿No quieres oirlo?
– ¡Oh, sí, claro! – Se volvió hacia la entrada, sentía curiosidad.
– Allá va: «Sin la luz no vivo, sin la tierra muero, tengo hojas sin ser libro, yemas sin ser huevo y copa sin ser sombrero».
Desde muy pequeño su padre había jugado con él a las adivinanzas y las charadas. La que le planteaban era muy conocida por todos.
– No puedo saberlo, – mintió – puedo aventurar algunos nombres y, si acertara, sería por casualidad. ¿puedo pensarlo y volver mañana con la respuesta?
-Está bien. Te concederé ese tiempo. Vuelve mañana sin falta.
Marchó por fin a casa. Los últimos invitados se despedían. Él se puso a retirar platos y vasos y depositarlos en el fregadero. Se despidió de sus padres y marchó a su cuarto para dormir inquieto. Las últimas palabras, «sin falta», no cesaban de repetirse. Al amanecer tuvo la sensación de no haber dormido bien y de que algo acuciante lo llenaba de nervios, alguna tarea inconclusa esperaba.