Mili una historia. Capítulo 29. Prácticas de tiro

Dejamos la pista americana durante una temporada para subir a diario al Naranco. El capitán, al iniciar el ascenso, informaba de alguna manera de lo que haríamos allí arriba. Si nos ponía en prevenga y subíamos corriendo no dispararíamos, si subíamos andando tranquilamente y utilizando el camino en lugar del campo a través dispararíamos al blanco.

Aquella primera vez, como dije, fue la de traer a tu cabeza las normas para no dejar de pensar en ellas mientras disparabas. Mi curiosidad no se vio satisfecha en esta ocasión y no compartí la euforia de mis compañeros, sobre todo la de Alejo que ahora quería ser un francotirador.

En sucesivas prácticas puse toda mi atención en el blanco, sujetaba el fusil académicamente  y respiraba antes de disparar. El resultado era siempre malo, Alejo se partía de risa y yo supe que la miopía era un serio obstáculo para ser un buen tirador. Así que perdí el interés por aquellas prácticas y únicamente quedaba algo satisfecho cuando disparaba a ráfagas o cuando el blanco no era tan concreto como una diana y se disparaba con balas trazadoras. El teniente las llamaba el recurso del mal tirador y yo el auxilio del miope.

Hasta ahora, y llevábamos una semana disparando, ningún imbécil se había mostrado.

Pasamos a lanzar granadas de mano. Nos colocábamos en una especie de trinchera, agazapados; nos levantábamos con la granada en la mano, quitábamos el seguro y la lanzábamos en parábola, lejos, yendo a caer al barranco que discurría allá bien abajo. La que no explotaba era anotada en un plano por el cabo para hacerla explosionar después. Aquello me parecía muy peligroso, pensaba en si alguien por accidente dejaba caer una granada en la trinchera o en si el cabo olvidaba anotar una granada que no detonaba.

La compañía disponía de una ametralladora encargada a dos soldados, uno portaba la base y el otro el arma. Ellos hacían la práctica con ella, decían que era una «chulada» pero no estaban nada contentos cuando tenían que transportarla, llegaban los últimos a todas partes y más cansados. Mas, en una de las escasas ocasiones en las que el capitán se dirigía a nosotros, puso en los altares a este arma haciéndonos ver que nos cubriría en nuestro avance y nos defendería del avance del enemigo cuando estuviésemos en la trinchera. Le teníamos gran respeto al arma y admiración a nuestros compañeros a los que compadecíamos, sobre todo en las maniobras.

El teniente, por hacer una broma, ordenó a Alejo hacerse cargo de la base del arma  y no pudo rechistar. Pero entre nosotros se quejaba amargamente:

-Me tiene manía porque el primer día hice aquel comentario. Seguro que el capitán me la tenía guardada.

-¿Tan importante te crees? – le decía en un intento de hacerle razonar.

-Estoy seguro, les caigo mal y se les nota.

-Pues procura arreglarlo.

Pero él seguía con sus quejas y el caso es que cuanto más se lamentaba más cómico parecía.

Tras dos días subiendo con  la base se decidió y se acercó al teniente respetando todo el protocolo que no solía utilizar.

-A sus órdenes, mi teniente. ¿Puedo hablar con usted, mi teniente?

-¿De qué se trata,soldado?

-Pues verá usted, mi teniente. Usted sabe que en las prácticas de tiro tuve buenos resultados. Portando la base no disparo. Con todos los respetos, mi teniente, creo que se desperdicia un buen tirador.

-¿Usted cree?

-Usted sabe de esto más que nadie, mi teniente. Si usted me manda llevar esto será por algo y yo se lo agradezco. Pero, humildemente, pienso que lo mío es el fusil.

Mientras hablaba miraba la base con cara de asco y cuando volvía la vista al teniente procuraba mostrarse apenado. Por su parte el teniente parecía divertido.

-Lo veo tan consternado que empiezo a creer que me he equivocado.

-No, eso nunca mi teniente. Siempre estaré dispuesto a obedecer sus órdenes.

-Entonces no las pone en duda.

Supo que había perdido la batalla. Decidió dejarlo ahí para insistir en otro momento.

-Por supuesto que no, mi teniente.

-Entonces, dígame, ¿por qué no le gusta?

-Porque pesa como un demonio, mi teniente.

-Ya veo. Y quiere algo más ligero. Por ejemplo, la ametralladora.

-No crea, también pesa lo suyo, se lo puede decir el cabo que sube la cuesta para darle algo.

-Pero podría disparar.

-Ya, pero lo mío es el tiro de precisión.

El capitán, extrañado de que el teniente mantuviera una conversación tan larga, se había acercado y tomó la palabra.

-Si tan bien dispara, no le importará demostrarlo – intervino muy serio sin dejar translucir alguna otra intención que no fuera la de la frase.

-Siempre dispuesto, mi capitán. A sus órdenes, mi capitán – respondió Alejo esperanzado.

-Hará tres disparos. Si hace dos dianas cambiará de arma. Si no, obligará a sus compañeros a subir corriendo todos los días.

Íbamos a protestar pero Alejo reaccionó rápido.

-Me quedo con la base, mi capitán.

-Me decepciona su falta de confianza.

-No soy tan bueno como presumo. El teniente tenía razón y, cuando me acostumbre, me parecerá ligera.

-Lo dejo en sus manos, teniente. No perdamos tiempo.

El teniente le dio la espalda y finiquitó el asunto. Para no dejar dudas, hizo un comentario dedicado a Alejo:

-Más le vale no insistir.

-¡A formar! – ordenó el sargento.

Alejo pasó a a llamarse «el de la base» aunque el teniente acabó con la broma y lo liberó de ella justo una semana después.

Luego me comentaba que ni en cien años se hubiera acostumbrado, que aquello era una matraca.

 

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