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A comprar me llevaron. A comprar ropa me refiero. Para mí me dijeron. Ahí me tenéis, decidido a terminar pronto, conduciendo hasta el lugar de marras, unos grandes almacenes que tienen de todo, hasta ropa de tallas grandes para hombres y mujeres abundantes.

Aparco y ando hasta los carros, no llevo moneda, vuelvo al coche y cojo una destinada a lavarlo, tengo carro y con él en alquiler entro en la inmensa nave. Tan inmensa que me siento perdido pero llevo guía que enseguida asume las funciones: por aquí, por allá, echa esto, lo otro… El carro se va llenando, ahora el agua, un paquete, dos, tres, cuatro, ya que estoy aquí echaré el quinto. ¿Dónde se ha metido la guía?, si no fuera por los móviles… Feliz reencuentro, soy yo quien se ha despistado, es ella que se ha escondido.

En los embutidos hay que coger la vez de un aparato que sobresale de la pared, ya no hay que preguntar eso de «¿quién es último?». Pero eso no evita la espera y encima ves el número y lo restas del tuyo del papelito y lo ves tan lejano que desesperas y deseas que haya alguno con menos paciencia que tú que haya desistido. Pero no cae esa breva. Como todo llega en esta vida nos toca, sólo había que comprar mortadela con aceitunas en rodajas muy finas. El siguiente nos mira agradecido, le caemos simpáticos. Hasta otra.

Los jamones están colgados de hierros de la pared y también en percheros que dan vueltas. ¡Qué variedad! Serrano, de cebo, de bellota, paletilla, con hueso, sin hueso. ¡Qué precios! Decidido, un serrano, pero ¿cuál?. Mejor llamamos a alguien. Tocamos un timbre obedeciendo unas indicaciones, esperamos que el empleado se desocupe, por ahí viene. ¿Cómo lo quieren?, muy curado, curados están todos, muy gracioso. Toca uno, aprieta, echa atrás la cabeza como si tuviera que llegarle el riego con la información de las manos; toca otro, lo aparta, va a por uno que se le antoja con buena pinta, con éste echa más rato para desecharlo finalmente, vuelve al primero y lo descuelga decidido. «Si no sale bueno lo traen», nos dice mientras lo envuelve en sudario. Al carro.

Conservas. Latas y más latas. Mejillones, agrupados por tamaños, de muchas marcas y de todos los precios. Sardinas, en aceite, en tomate… Berberechos, vuelta al tamaño y al precio. Atún, bonito, caballa, melva… Al carro. Con esto aguantaríamos una cuarentena.

Harina, azúcar, arroz, alubias, garbanzos. ¿No había nada en la casa? Cervezas y refrescos, con o sin alcohol, con o sin cafeína, con o sin gas, con o sin azúcar, con más o menos calorías.

Chocolates, hay que pasar de largo pero han dicho que el negro sólo tiene propiedades beneficiosas; al carro.

Congelados. ¡Qué frío! Rápido, rápido. Calamares echa más, gambas no tantas, échalas gordas. Yogures, hay que ser verdadero experto para encontrar el que buscas entre tanta variedad y color, eso y que cada día sale uno nuevo. El pan que no se olvide. A la caja y al coche.

Y ahora el objetivo principal, el producto estrella, el que ocupa varias plantas. ¿Cómo es posible que la ropa se diversifique aparentemente siendo la misma por mucho que cambie el largo, el ancho las mangas, los botones, el cuello o el tejido? Me aleccionan llamándome «atontao» y me preguntan si no he oído hablar de la moda, me hablan de temporadas de dos estaciones: está la de otoño-invierno y la de primavera-verano a las que yo llamo la manga larga y la manga corta, me hablan de ropa de vestir, de ropa de diario, de ropa sport y de ropa surfera, a las que yo llamo las del armario pequeño y las del armario grande, me explican que no importa que la ropa no quede bien o no guste cuando te miras al espejo con ella puesta, que lo importante es «que se lleve» y yo digo que llevarse se lleva siempre, que lo importante es llevarla con dignidad.

Me digo que no debo ponerme «chulito» ni «enterao» porque necesito ayuda para salir del apuro y debo colaborar si quiero acabar pronto. Me dejo llevar, la guía pisa con seguridad, sortea los montones de ropa como el esquiador las puertas, no con tanta rapidez porque hay que echar un vistazo, perchero a perchero y percha por percha. No tengo interés ni puedo concentrarme en esa labor a pesar de que estamos aquí por mí. Ahora que lo pienso, nada de lo que hemos mirado hasta ahora tiene que ver conmigo. Bueno, todo llegará.

Llegamos a la sección de caballero. Por fin. Pero no, algo atrae la atención de la experta que la hace volverse a la sección diseccionada, coge la prenda en cuestión, le da vueltas buscando una tara u otro inconveniente, lo lleva a la caja y da instrucciones para que se la guarden. Me pregunta que si me gusta y digo que sí, lo pone en duda, lo aseguro y me dice que no la he mirado, le digo que entonces para qué me pregunta y pone mala cara. Ya he metido la pata por bocazas. Adelante, ahora en fila india, ella delante y yo detrás. Me paro, la llamo y le indico una camiseta que me llamó la atención, me alecciona de nuevo haciéndome ver que no me «pega» con nada. Quedo relegado, anulado, advertido de mi ignorancia, lo que me lleva a ver, oír y callar, a esperar prudentemente sin abrir la boca.

«Pruébate esto», lo hago, lo aprueba. «¿Te gusta?». Sí. Lo coge y seguimos. «Esto lo necesitas para vestir, que no tienes nada». Me siento tentado a soltar una gracia pero digo que bueno, que sí. Una vendedora se acerca para repetir aquello de «si necesita algo me lo dice». No tengo duda de a quien se dirige, a mí no me ha visto y me alegro. La guía y ella hacen buenas migas, se cuentan sus cosas mientras van cogiendo de aquí y de allá. Cuando hablan del lugar de veraneo llevan un montón de ropa al probador, me meto en él y procedo, el suelo está frío, las perchas son muy pequeñas y se caen los pantalones, de sus bolsillos las monedas, no puedo salir a por ellas pues me arriesgo a que me vean en porretas, decido perderlas. Me pongo la primera, salgo buscando la experta opinión, allí siguen ajenas a todo menos a la labia. Carraspeo, se giran y llegan para darme vueltas. No, deciden las dos, dicen la causa pero no me importa, estoy inmerso en una labor desagradable. Me pruebo la siguiente. Tampoco. La siguiente no me gusta pero es la que obtiene la aprobación del jurado, intento hacer valer mi opinión sin conseguirlo, la tiro por encima al otro probador, salgo y pongo en manos de la vendedora el montón, busca la elegida sin encontrarla, se va a un perchero y trae una fotocopia; en eso no había pensado. ¡No hay quien pueda con ellas!

Sólo queda pagar y llegar a las escaleras. Entre la caja y ellas hay una distancia que se cubriría en segundos sin correr. Pues tardamos media hora teniendo que volver a la caja tres veces. Bajamos de planta, hay que echar un vistazo, mira que si nos dejamos algo de interés. La siguiente no interesa, no tenemos niños pequeños. La planta baja está llena de peligros en forma de «complementos»: gafas, bolsos, joyas, zapatos y perfumería. Trampas muy poderosas en las que cualquiera quedaría atrapado. Visitamos la caja mostrando la tarjeta, la chica nos aconseja pedir una nueva porque la banda magnética está desgastada. ¡Qué raro! Pienso si no podrían obtenerse estadísticas sobre el uso de las tarjetas.

Bien, hemos echado el día, dedicado a mí, debería estar contento. Pero la que luce sonrisa es la guía. Me da la puntilla haciéndome saber que debo probarme todo en casa, que ella no me lo ha visto bien, que hay que meter dobladillos y no sé qué más. Supongo que ella deberá hacer lo mismo pero no es lo mismo porque ella lo hará con gusto.

En casa tomo posiciones y me niego, de momento, a ponerme nada que no sea el pijama. No insiste y es ella la que va desfilando con todos los modelitos, la veo tan contenta que los alabo todos y le digo que tiene muy buen gusto. Bien está lo que bien acaba.

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