Día 1: Domingo 16/07/2017
Poco antes de las seis estábamos en Adra y nuestras maletas en el autobús, en su maletero. Esperábamos al último y llegó con apenas retraso; en los días posteriores pondría de manifiesto su inclinación a ser el último que no a llegar tarde. Entramos en Almuñécar para recoger a 5 más. Ya completos emprendimos rumbo a Málaga. Había que desayunar y, como íbamos bien de tiempo, paramos en Frigiliana. La parada iba a traer cola.
Cuando salíamos del bar, resueltas nuestras necesidades, se producía una discusión entre nuestro chófer y una chica, una inocente criatura. Ni siquiera era la conductora del cochecito que, yendo marcha atrás, fue a frenar o frenarse contra el autobús. La conductora, con los papeles del seguro en la mano, estaba dispuesta a resolverlo por la vía amistosa pero ella no. Decía que el autobús era viejo y que el chófer quería que se lo arreglaran. Pero que su prima no iba a hacerlo porque el autobús no tenía nada. Se comía al chófer cuando intentaba hacerla razonar y se comía a todo el que se le acercara. Braceaba mientras dedicaba lindezas a izquierda y derecha y se creció cuando le dijeron que llamarían a la guardia civil. Brindaba cortes de mangas y peinetas a la concurrencia, con una energía impropia de aquella hora tan temprana.
El chófer la dejó por imposible y en manos de la guardia civil si es que ésta llegaba a tiempo.
Al menos el resto del viaje hasta Málaga no fue aburrido.
En el aeropuerto facturamos. Habíamos pasado de nuestra primera intención de llevar maletas de cabina a llevar dos maletas XXL que había que facturar. Pasamos los controles sin mayor problema si exceptuamos vernos en la necesidad de quedarnos sin agua y, a la hora que tocaba, embarcamos y tomamos rumbo a Bucarest. Durante el vuelo se nos hizo la hora del almuerzo y echamos mano a los bocadillos. Nada más aterrizar en Bucarest nuestros móviles sumaron una hora más. Por la cara.
Nos recibió Cristina, la que iba a ser nuestra guía hasta devolvernos de nuevo al aeropuerto dándonos por instruidos en la materia. Nos llevó al autobús y nos presentó a Vasile, el conductor. De camino al hotel nos habló de los monumentos que íbamos encontrando y aprovechó para hablarnos de la historia más reciente del país, inmerso en el comunismo y la dictadura a la puñetera fuerza hasta la revolución de diciembre de 1989.
Dejamos las maletas en el hotel Ibis, frente al parlamento, y subimos al pequeño autobús para dar un nuevo recorrido rodeando el inmenso edificio, el más grande del mundo después del pentágono, una prueba palpable de la locura megalómana del dictador Ceaucescu; no teníamos previsto visitarlo y seguimos hasta el restaurante situado en una zona de chalés, el Noblesse, para la cena: champiñones rellenos a la plancha y solomillo con legumbres y ensalada, de postre helado con frutas del bosque; tendríamos agua en todas las comidas y el que quisiera cerveza o vino debería pagarlo aparte. Nuevo recorrido por la ciudad iluminada y al hotel.
Día 2: Lunes 17/07/2017
Tras el desayuno y desde el autobús volvimos a echar una ojeada a los monumentos más destacados de la capital: Arco del Triunfo, Ateneo, Ayuntamiento, Ópera, museos, plazas e iglesias. Tomamos dirección a Bran, ciudad situada en los Cárpatos de Transilvania y famosa por su castillo, donde Bram Stoker, supuestamente, ambientó su novela Drácula. Se basó para escribirla en la figura de Vlad Tepes o Vlad III el Empalador que de nacimiento era Vlad Draculea. No fue éste, por cierto, quien construyó el castillo y tampoco lo habitó.Tampoco se rodó en él ninguna película, aunque sí se utilizaron los alrededores para rodar parte de «Entrevista con el vampiro».
El castillo es visita obligada para el turista. De hecho desde nuestra llegada vimos gente y más gente en cola para todo: para mear al módico precio de 1 leu, en plural lei y también llamada ron, para adquirir la entrada, para subir las empinadas escaleras, para entrar, para recorrer las estancias, todos en cola de a uno por las estrecheces impropias de un castillo que se precie. Al término de la visita se puede comprar algún recuerdo del castillo, siempre relacionado con el personaje y si no en un mercadillo donde además hay una oferta de comidas rápidas: salchichas, mazorcas de maíz…
Terminada la rápida visita, prácticamente empujados por nuestros seguidores y éstos por los suyos y tras comprar algún imán que otro montamos en el bus para ir a comer. Lo hicimos en un complejo turístico en plena naturaleza: Vila Bran, lleno de fuentes y lugares pensados para una foto o para jugar al ajedrez en un tablero gigante. El restaurante se corresponde con el lugar, siendo el interior todo de madera, incluidas las sillas: había que comer antes para moverlas. Comimos una ensalada de tomate y berenjenas, brocheta y de postre «apple strudel».
El autobús de veintidós plazas, con asientos estrechos, gustaba balancearse y cabecear cuando el chófer lo lanzaba cuesta abajo y lo frenaba, o al tomar las curvas a la velocidad que a nosotros nos parecía un pelín excesiva. Más de uno daba codazos al compañero. Tras dar una vuelta y dejar el lugar plasmado digitalmente nos bajaron hasta Poiana Brasov, una estación de esquí donde pasaríamos la noche. Nos alojamos en el hotel Rizzo. Éramos de los pocos si no los únicos que andaban por allí. Hasta la hora de cenar tuvimos tiempo de dar un paseo y nos encontramos con una iglesia ortodoxa, la primera de muchas que adornan el paisaje, tanto urbano como rural, de Rumanía y que visitaríamos hasta quedar hartos. Seguimos con el paseo hasta llegar a un prado con una vaca y su ternero pastando. Este último fue distraído de su actividad y llamado para que terminara, literalmente, a los pies de la que demostró tener buena mano con los animales. Quedó inmortalizado el momento. Tomamos la cena en el mismo hotel: bufé.
Habían encendido una gran hoguera en el exterior, parecían judios, una de las minorías casi desaparecidas de Rumanía por el holocausto y la emigración masiva hacia Israel, siempre que la dictadura comunista diese permiso. No fuimos invitados ni quisimos molestar. Allí, en una estación de esquí en verano, con todo cerrado, no había nada que hacer salvo dormir.
Día 3: Martes 18 de Julio.
Tras el desayuno, siempre bufé, nos deslizamos con los expertos «esquíes» de Vasile hasta Sinaia. Inmediatamente nos dirigimos hasta el castillo Peles construido por el rey Carlos I de Rumanía para convertirlo en su residencia de verano. Aquí empezó nuestra guía a manifestar su predilección por la monarquía, mostrándose convencida de que la mayoría de la población rumana deseaba que la actual república cambiase a una monarquía. Nos contó una triste historia: la única hija de Carlos e Isabel, la princesa María, estando muy enferma, dijo poder curarse si se bañaba en las aguas del río Prahova; tal cosa no ocurrió y María murió cuando sólo contaba tres años; en su memoria Carlos mandó construir el palacio junto al río.
Igual que en el castillo de Bran había colas y esperas. Nuestro grupo entró bien meado tras otros grupos de todas las nacionalidades incluidos los infalibles japoneses. Por fuera, el castillo lucía majestuoso exhibiendo la madera labrada mezclada con la piedra por todas partes. La madera había adquirido tintes rojizos que le daban la impresión de ser hierro; sólo fijándose en el deterioro se podía estar seguro de que se trataba de una obra de marquetería y no de forja.
Si por fuera se había tirado la casa por la ventana, por dentro se había echado el resto. Aquí sí que la madera se señoreaba por doquier: paredes, techos, muebles… Otros materiales, como el mármol, el marfil o el cristal de Murano luchaban por asomarse entre tanta madera y podían verse pasamanos en las escaleras con sus balaustradas y monumentales arañas colgando del techo. Cuando creíamos que algún lugar parecía inmejorable para una foto aparecía otro y otro más. Nuestra guía se explayaba orgullosa en cada estancia descubriéndonos que la instalación eléctrica y la calefacción eran originales, las de 1889, dejando las chimeneas sin más utilidad que la de servir de adorno; o que el dictador Ceaucescu apenas lo pisaba por haber sido convencido de correr el peligro de enfermar. El castillo tiene 160 habitaciones; conocimos las de la planta baja, entre ellas la biblioteca y la sala de armas, suficientes para hacernos una idea y abrir el apetito. Después, un recorrido por los inmensos jardines presididos por una estatua de grandes dimensiones del rey Carlos I. Más y más fotos.
El almuerzo venía con ensalada, entrecot de ternera y fruta.
Y de allí al monasterio de Sinaia que toma su nombre del monte Sinaí y sigue habitado por monjes de verdad, sensibles como pocos. Tanto que las mujeres que iban enseñando piernas debían cubrirse con una falda que le era facilitada en la entrada para devolverla a la salida; eso sí, la falda era de Pierre Cardin, según decía el portero con un sentido del humor poco común por esos lares.
De Sinaia a Brasov, donde disfrutamos de unas horas de libertad concedidas graciosamente por nuestra guía. Variedad de ocupaciones: mientras alguno buscaba un café americano inexistente, otras buscaban una farmacia que ofreciera los productos de Gerovital, creación de la nativa doctora Aslan, que hacen milagros con las arrugas y otras consecuencias de los cumpleaños y que causaron furor entre la jet-set de los años 60. Otros buscaban más piedras que echarse a la boca y poquísimos intentamos, en medio del intenso calor, tomar un refresco en una terraza de la plaza de la ciudad. Allí mismo pudimos asistir a un concierto de violines interpretado por un grupo numeroso de jóvenes noveles.
Cristina, la incansable guía, nos recuperó para llevarnos a la Iglesia Negra, llamada así por el aspecto que le quedó tras un incendio. Dedicada al culto luterano y de estilo gótico, cuenta con una campana de 6 toneladas, un órgano de 4000 tubos y una colección de alfombras de Anatolia: no todas estaban allí expuestas pero las que disfrutaban de la oscuridad y de la humedad del interior ofrecían un aspecto deteriorado, por no decir penoso. Me llamó la atención una especie de rejillas distribuidas en el suelo a la manera de las que hay en la calle para recoger el agua de lluvia y los bancos de espaldar multiuso.
Cansados por el deambular de aquí para allá, nuestro autobús nos llevó de regreso a Poiana Brasov. La cena la disfrutamos en un restaurante rodeado de verde, con las barbacoas alejadas del comedor y confundidas con el paisaje si no fuera por el humo. De allí venían las salchichas que tomamos de segundo tras una ensalada; fruta del tiempo para acabar.
Ya sabíamos que si se buscaba otra cosa diferente a dormir tenía hasta las diez para encontrarla en la calle casi desierta; nos dijeron que se llenaba en invierno. Divertido no era pero no me negaréis que era reparador.
Día 4: Miércoles 19/07/2017
Tras el acostumbrado desayuno bufé en el que, por ponerle una pega, faltaba siempre el pan a nuestro estilo, partimos camino de Sibiu, un largo camino plagado de curvas, frenazos y vaivenes. Nos paramos en un estrecho mirador para disfrutar de la vista de la ciudad, aunque una niebla que intentaba levantarse iba a impedirlo; al menos estiramos las piernas y dejamos la cabeza quieta por un rato.
Antes paramos en Fagaras para visitar la fortaleza y la iglesia de cúpula dorada. Quizás lo más llamativo, entre ambos monumentos, fuese un lago con cisnes. Un aguerrido comando de mujeres decidió bajar hasta ellos con las cámaras preparadas consiguiendo imágenes que recordarán con una sonrisa y algo más: alguna pluma para decorar el sombrero.
Llegamos a la hora del almuerzo y nos dirigimos a un restaurante que a mi me dio la impresión de casa abandonada; pero bajamos a un sótano donde un «todo de madera» con poca luz y mucho fresco nos acogió. Las sillas hubo que moverlas a dos manos, cada una tenía la madera que otras seis normales. La comida de siempre: ensalada, carne y postre típico (crêpes con mermelada). De allí al hotel «Imparatul Romanilor» del que me gustaba el nombre y su situación en pleno centro, a unos metros de la plaza Grande, en una calle peatonal en la que se sucedían comercios cosmopolitas. Otra cosa eran las habitaciones que, acertados o no, habían conservado tal cual fueron con algún arreglo: la mía tenía dos pisos, en el superior estaba la cama a la que se accedía por unas empinadas escaleras y en el inferior el cuarto de baño y una salita, todo cubierto de alfombra azul imperial como correspondía; un amplio ventanal se encargaba de que allí no faltase la luz.
La tarde llegó con grados de sobra y la dedicamos a tres iglesias: católica, evangélica y ortodoxa, por ese orden. La católica, situada en la Plaza Grande, es una construcción de estilo barroco y de origen germánico. La evangélica está situada en la Plaza Huet y allí se inició un debate que se alargó sin que importase demasiado al estar al fresco; se inició con una pregunta-reto de Cristina: «¿Quiénes eran las tres Marías?» Después de aventurar respuestas la guía nos dio una versión desconocida por nosotros y se lió. Los comentarios no cesaron hasta llegar a la ortodoxa, un calco de la iglesia de Santa Sofía en Estambul cuyo interior, todo diáfano, basaba su belleza en las pinturas de las paredes y del techo así como en una gran lámpara. Llovieron fotos, incluso hubo alguien que pudo captar la cúpula central con nuestras caras alrededor.
Lo siguiente fue el Puente de Los Mentirosos, en la Plaza Pequeña. Es un puente corto y de hierro aunque en su origen lo fue de madera. Sobre su nombre existen varias leyendas, la más aceptada habla de enamorados que van al puente para dedicarse promesas que no van a cumplirse. También es costumbre pasear por él y expresar un deseo al revés; por ejemplo: «no quiero que me toque la lotería». El resto de la tarde se nos fue en un intento de conocer más de la ciudad, en busca de alguna que otra iglesia, cosa nada difícil. Y también de un café y una limonada, ¡faltaría más!
Por la noche nos sirvieron la cena en una terraza de la Plaza Grande. Allí se estaba bien y al otro extremo divisábamos un enorme escenario que prometía, pero sólo eso. La cena no la recuerdo ni por hache ni por be. ¿He dicho ya que las cervezas en Rumanía tienen medio litro? Eso sí que es pintoresco y refrescante.
Hicimos amago de disfrutar de una noche cálida, en una terraza junto al puente de marras, el de los mentirosos. Lástima que cuando quisimos acordar ya nos estaban recogiendo las sillas y cerrando las sombrillas. Otra costumbre peculiar que invitaba al descanso sin desearlo; ¿allí nadie trasnocha?
Día 5: Jueves 20/07/2017
Mañana dedicada a explorar de nuevo la ciudad. Haciendo caso del más inquieto del grupo nos dirigimos a uno de los puentes sobre el río y a un mercado cercano. Las mujeres buscaron cremas quedándose sin moneda local; a partir de ahí empezaron a buscar a los que aún disponían de leis para cambiarlos por euros. El autobús, conducido por el locuaz Vasile, nos llevó hasta Siviel, un pueblo cercano. Para ver un museo y comer a hora temprana en una casa rural. Una joven, ataviada con traje típico, nos recibió con unos chupitos de palinca, el aguardiente de Rumanía y otros países del este de Europa. A pesar de venir acompañado del pan y la sal resultaba demasiado fuerte. Por si nos parecía poco, en la mesa teníamos varias botellas de este licor de frutas que toman como aperitivo antes de las comidas. Lo mejor del almuerzo fueron los entrantes fríos y los postres caseros, sin olvidar la amabilidad con la que fuimos atendidos. Por cierto, mostramos interés por la polenta y nos la dieron a probar: a todos nos pareció sosa.
De allí a Sighisoara donde nos alojamos en un hotel moderno cercano a la ciudad. Alguien al que no vamos a señalar perdió la cartera o creyó perderla; como en ella iba el preciado D.N.I. que te cruza fronteras, se puso en marcha el intento de comunicación con la embajada española en Bucarest; a pesar de saber que los funcionarios sólo trabajan por la mañana hicimos la llamada y obtuvimos un teléfono de emergencia; detrás había un funcionario que aconsejó estar en la embajada a primera hora del lunes para, tras contactar con la policía nacional en España, facilitar un salvoconducto. Por suerte no hizo falta pasar ese trámite: la cartera apareció en el cuarto de baño, único lugar de la habitación que no se había registrado. ¡Qué bochorno!
Al menos sirvió para darle la razón al promotor del viaje que nos había aconsejado llevar también el pasaporte; y también para conocer los pasos a dar en tal peripecia. Y para impedir que Cristina se echase la siesta. ¡Pobre!
La tarde libre, que no es poco. Para terminar el día una cena que gustó a todo el mundo: berenjenas empanadas; sauté stroganoff, una carne salteada y presentada en una salsa muy sabrosa acompañada de farfale en mantequilla; de postre panna cotta y frutas del bosque. Todo ello regado con buen vino, a juicio de los que lo tomaron, o medio litro de cerveza.
Bien está lo que bien acaba. Y la cartera a buen recaudo.
Día 6: Viernes 21/07/2017
Tocaba visitar Sighisoara de manera oficial, es decir con guía. Hacía calor y buscábamos la sombra así como un recuerdo: cerámica, madera, una camiseta, imanes… Conocimos a la mascota del pueblo, un perro grande al que todo el mundo acariciaba pues se dejaba acariciar. Esperamos pacientemente a la hora en punto para ver el funcionamiento del reloj: una figura que corresponde al día de la semana, con martillo en mano, golpeaba una campana tantas veces como era preciso. Tras lo cual visitamos la torre de ese reloj suizo o torre del Consejo. Costaba subir pero en cada planta íbamos viendo las partes de un interesante museo de historia que la torre alberga, con materiales e instrumentos de la época; al llegar a su nivel pudimos ver las entrañas del viejo reloj. Bien entrenados que estamos llegamos a lo más alto para disfrutar de una vista sensacional. Otra vez las fotos abundaron desde las cámaras o los móviles.
El esfuerzo para subir a la torre iba a resultar un aperitivo. Ahora tocaba ascender por la escalera de la escuela, una escalinata toda de madera incluida la techumbre, con 175 peldaños, que conduce hasta la cima donde se encuentra la escuela pública y una iglesia, así como un cementerio.
-Si la suben los niños a diario, ¿no van a subirla ustedes? – nos animó Cristina.
-Por lo menos iremos a la sombra – pensamos todos.
Nada que contar de allí arriba. La recompensa la encontramos de nuevo en la plaza, bajo la forma de una cerveza de medio litro. Tapa no había pero rularon algunas bolsas de frutos secos que de las mochilas salían.
Resulta que en esta localidad nació Vlad Tepes, al que luego dieron el papel de Drácula y un castillo que no le pertenecía. Pues nosotros fuimos a comer a la casa donde nació. Comimos una sopa de alubias servida en una olla de pan, con su tapadera y todo; no tuvimos el hambre necesaria para comernos también el recipiente, el tapeo nos la había quitado. A continuación pescado y macedonia de frutas.
Destino a Piatra Neamt y antes de entrar en zona de montaña, Cristina nos comunicó que nos habíamos portado bien y nos iba a llevar a una mina de sal situada en Praid. Observamos un pueblo dedicado al turismo gracias a poseer una mina de sal convertida en un atractivo lugar de techos altos dedicado a museo, parque de atracciones y recomendable para algunas enfermedades respiratorias, como el asma, por su aire ionizado. Un autobús nos introdujo hasta el corazón de la montaña; después una escalera de 300 peldaños nos bajó a 120 metros de profundidad para sorprendernos con una pequeña ciudad dedicada a diversas actividades recreativas. Paseamos sorprendidos sobre todo por la altura del techo y por encontrar cosas tan insólitas como una mesa de ping-pong, un billar, un museo relacionado con la actividad minera, una enoteca, una capilla, tirolinas, mesas por doquier, cafés… Mereció la pena la visita; encima agradecimos el frescor del lugar, hartos como estábamos del calor de la tarde.
Sin duda, iglesias aparte, lo más atractivo de Rumanía estaba siendo el paisaje de bosques abruptos y frondosos en la montaña y de campos inmensos de maíz y girasol en el llano. Camino a Piatra Neamt disfrutamos del paisaje de montaña al cruzar el desfiladero de Bicaz, un cañón formado por el río Bicaz que comunica las regiones de Transilvania y Moldavia.
Mientras contemplábamos impresionados, Vasile conducía entusiasmado por aquella estrecha carretera de montaña y Cristina se empeñaba en dar razones convincentes de porqué Moldavia era Rumania a pesar de aparecer en los mapas como estado independiente; desde luego que la más convincente resultó ser que los moldavos hablan rumano.
Hicimos varias paradas, que si para comprar miel, que si para comprar artesanía o pasteles, que si… Hacía fresco, casi frío por la escasa ropa y por estar nublado: poco antes había llovido.
Llegamos al lago Rojo y, a continuación divisamos Piatra Neamt. Nos alojamos en un hotel de varias plantas. Dejamos las maletas en recepción para ir al comedor donde nos ofrecieron un gran pan al que fuimos dándole pellizquitos y, al comprobar lo bueno que estaba, nos íbamos llevando grandes trozos a las mesas. Para acompañar el queso de vaca con tomate y el filete de pollo empanado. Nos gustó tanto el pan que nos llevamos lo que sobró para comerlo al día siguiente en el autobús.
Día 7: Sábado 22/07/2017
Había boda ese día, por lo que el comedor estaba siendo preparado para el evento. Así que el desayuno lo tomamos en otro comedor escondido y mal ventilado.
En este día íbamos a dejar las iglesias para dedicarnos a los monasterios de Bucovina. Antes hicimos una parada para estirar piernas y otros alivios, así como para agotar las existencias de cremas en una farmacia veterinaria, medicina santa para los huesos deteriorados.
Visitamos tres monasterios, había más. Cada uno con la obligada iglesia, decoradas sus paredes exteriores e interiores con pinturas de pasajes de la biblia. Además de jardines y un edificio para las monjas. Visitamos tres, dije. Sucevita, con las pinturas mejor conservadas y en el que vivimos un incidente gracias a una gorra y un cura susceptible. Pues uno de nosotros se olvidó de quitarse la gorra al entrar, corrigiendo enseguida y pidiendo perdón. El cura se dirigió a la guía preguntando la nacionalidad y la religión; al conocer esos datos pidió respeto. Al salir, el cura nos señaló y comentó a otro: «¡españoles!»; con admiración.
Antes del próximo monasterio fuimos a comer. El restaurante estaba en un entorno muy bonito, muy verde. Comimos ensalada de judías verdes; buenísimas, de verdad; carne a la parrilla y fruta. ¿Qué bebimos? Agua o vino porque, cosa inaudita, no había cerveza. Una boda iba a celebrarse tras nuestra marcha.
Siguiente: iglesia Moldovita; allí estaba el cura para comprobar que íbamos destocados mientras él lucía un sombrero que aumentaba notablemente su altura. Pero no es más que una anécdota que había que contar. Lo importante, la belleza de la iglesia.
Siguiente: Voronet. Este monasterio es considerado la «capilla sixtina» de Oriente y por la Unesco patrimonio de la Humanidad; sus frescos están pintados con un azul intenso y característico de esta iglesia.
Los tres monasterios habían añadido a las iglesias un alero prolongado para proteger, en lo posible, las pinturas exteriores.
Volvimos a Piatra Neamt; en el hotel había una celebración por todo lo alto a causa de la boda. Cenamos en el comedor suplente ya conocido. Algunos, me contaba entre ellos, no dimos buena cuenta del soufflé de calabacín, de la carne picada y de la tarta por encontrarnos con el estómago pachucho.
Un paseo y a dormir.
Día 8: Domingo 23/07/2017
Teníamos por delante un largo viaje a Bucarest, 350 kilómetros que nos iban a llevar a consumir 5 horas y a llegar a la hora del almuerzo. A la entrada de la capital la guía nos hizo observar los edificios de la etapa comunista con viviendas de 60 m2 que habían servido de reclamo para atraer a los campesinos a la ciudad. Los edificios estaban siendo restaurados, haciéndoles perder su aspecto gris. Se nos echó encima la hora del almuerzo: legumbres cocidas, muslo de pollo a la parrilla y de postre donuts caseros con confitura y nata. Y uno sin poder comer; otros hicieron un esfuerzo saltándose la prohibición del galeno.
Una vez más el amable Vasile sacó nuestras maletas del remolque-maletero. Tras un ligero descanso, con un calor más propio de nuestra tierra, fuimos a visitar el Museo del Pueblo, una sucesión de casas rurales desmontadas de su lugar de origen para llevarlas hasta allí y conformar aquel museo al aire libre. El calor aplacó un poco nuestro entusiasmo.
Después visitamos la que nos pareció la zona más bonita de Bucarest; era la zona vieja, destruida por el régimen comunista y restaurada tras la revolución de 1989; por fin se respiraba modernidad; mezclada con una serie de edificios bancarios se sucedían los bares y restaurantes así como tiendas de todo tipo. Cristina, ¡como no!, nos llevó hasta una iglesia, una sola, la única de por allí.
Pero también a un restaurante enorme con terraza exterior y tres comedores interiores en planta baja, sótano y primera planta. Parecía una iglesia. Se trataba del restaurante «Caru Cu Bere». En esta ocasión, quizás la cena fue lo de menos. Nos pusieron queso empanado e insulso con tomate fresco: una vez más tuve que oír las alabanzas desmesuradas a aquel tomate, carne picada y ensalada terminando con un flan.
Al mismo tiempo se desarrollaban dos acontecimientos, el primero un debate provocado por nuestra guía, empeñada en que los españoles éramos excesivamente permisivos con los inmigrantes rumanos, según ella lo peor de Rumanía: gente que no quería trabajar entre los que incluía especialmente a los gitanos , mafiosos y los que tenían deudas con la justicia. Con lo cual Rumanía quedaba limpia deshaciéndose de la chusma y España la aceptaba como un regalo. Añadía que esta misma gente volvía a Rumanía para hacerse mansiones y presumir ante los vecinos al tiempo que hablaba muy mal de España. Por último dejó caer que España la toleraba para explotarla. Todo esto ya lo había insinuado a lo largo del viaje; y eso que ella misma había viajado a España y residido en ella.
El segundo tenía que ver con el baile. El amplio pasillo central era aprovechado para que varias parejas acometieran bailes de salón y de la tierra. A continuación buscaban de entre los comensales quienes les acompañasen a la improvisada pista. Varios de nosotros se dejaron conducir hasta ella, por convencimiento propio o empujados por los compañeros de mesa. En esta ocasión funcionaron los vídeos más que las fotos.
Esta cena fue muy comentada por ambos motivos que no por el menú. Y aprovechada para dar un regalo y las gracias a Cristina y Vasile.
Esta noche sí que pudo ser aprovechada para algo más que volver al hotel. Por algunos más que por otros.
Día 9: 24/07/2017
La guía nos llevaba hasta el aeropuerto y tuvo la deferencia de parar unos minutos junto al buscado y demandado «Hard Rock Café» al que horas antes nos habíamos trasladado en taxi encontrándolo todavía cerrado. La parada fue bien aprovechada para llevar algunos regalos con el nombre de Bucarest de recuerdo. ¡Al fin!
No significó la parada ningún retraso. Llegamos con tiempo de sobra para besuquear a Cristina, facturar, pasar los controles, tomar un bocadillo y embarcar por la puerta veintitantos. Un autobús asfixiante y lleno a rebosar, tras pensárselo dos veces, nos condujo al avión. Se lo pensó un buen rato antes de abrir sus puertas y dejarnos libres. Nos habían tomado cariño. Se comprende.
En Málaga nos esperaba un autobús para hacer el viaje inverso hasta Adra, pasando por Almuñecar pero no por Frigiliana.
Era de noche cuando nos dejaron en el andén de la estación. Buena hora para llegar a casa.
Hasta el próximo Julio. En el horizonte nuevos destinos. ¿Cuba, tal vez?