Y fue feliz porque disfrutaba haciendo lo que más le apetecía que, en ese momento, era leer. Además su padre parecía saber de él más de lo que daba a entender, pues siempre que acababa un libro y antes de empezar uno nuevo, le pedía encarecidamente que lo ayudase en alguna tarea pesada.
El niño admiraba el don de la oportunidad de su padre y a él le venía muy bien, pues al acabar un libro le apetecía cambiar de actividad antes de empezar con la lectura de otro.
Aquello no le ocupaba más de dos días, suficiente para desear embeberse en la lectura a la que volvía con renovado interés.
Mientras su madre, siempre discreta y atenta, le demostraba cada día su cariño a su manera, preparándole platos apetitosos. Él los agradecía compartiéndolos con sus padres en cada almuerzo y cada cena.
Él, poco hablador, se esforzaba por parecer locuaz, en conversaciones aparentemente banales pero de las que podía desprenderse un profundo agradecimiento.
Así, él era feliz y hacía partícipes a sus padres que, a su vez, no podían sentirse más satisfechos.