En el último partido del trimestre ellos serían locales. En aquel momento de la temporada todo el colegio sabía que formaban un buen equipo, del que podía esperarse lo mejor, desde un buen espectáculo a un buen resultado.
Menos él todos estaban nerviosos, sus familias ocupaban las gradas y temían defraudarlas. Por su carácter despreocupado y su absoluta falta de competitividad, aquello le parecía irreal; pero decidió transmitir calma. Empezó a cantar el himno del colegio, no tenía buena voz pero sí buena memoria para la letra. Pronto se le unieron otros y, por fin, todo el equipo. Salieron al campo cantando y cuando el público captó lo que estaba pasando se unió a ellos amplificando con cientos de gargantas una misma voz.
Él se divirtió a su manera, corrió y corrió hasta no poder más. Pero fue el único de su equipo, los demás estaban destrozados anímicamente, inconsolables. Habían perdido.
Fue el primero en ducharse y salir del vestuario, no soportaba el ambiente enrarecido, lleno de vergüenza inexplicable. Una vez más se dijo que no entendía el fútbol, que si un juego podía hacer sentirse desgraciados a quienes lo practicaban, o no era bien entendido o no merecía considerarse juego.
Al pasar por el otro vestuario oyó cánticos y gritos desaforados, pensó que la causa sería el agua fría. Después comprendió y movió la cabeza de un lado a otro.