Cinco en Bélgica (Sábado 8)

Dedicado a Gante. Desde Gare du Midi tomamos un tren a la ciudad situada a 53 Kms. Compramos un billete de ida y vuelta. Recorrimos varios vagones buscando, ya no un asiento, sólo espacio vital, quedando atrapados entre un vagón y otro sin poder movernos. Nos pareció inseguro y, de haberlo sabido, habríamos elegido otro medio de transporte.

La estación de Gante estaba en obras pero no quitaba que fuese muy bonita. En su aparcamiento para bicicletas había cientos de ellas. Me pregunté cómo el dueño encontraría la suya o si llegaría a casa con una diferente cada día.

Tomamos un tranvía que nos condujo, a través de las calles rotuladas en neerlandés exclusivamente, al centro urbano conservado como en la Edad Media, por supuesto con suelo de pavés y con todos los edificios allí concentrados; de uno a otro un paseo de minutos andando: Catedral, Ayuntamiento, Campanario mirador y el Castillo de los Condes de Flandes con un museo de instrumentos de tortura, nada extraño teniendo en cuenta que en un tiempo se le dio el uso de cárcel.

La población de estudiantes universitarios había dejado el testigo a los turistas que, tras una mañana calurosa, se repartían por bares y restaurantes o, sencillamente, comían un bocadillo sentados a orillas del canal que algunos utilizaban para visitar Gante desde pequeñas barcas a motor con patrón y guía, dos en uno.

Curiosidades: el empleo masivo de bicicletas explica el sobreprecio del transporte público. Cuidado con ellas que los frenos es lo menos utilizado una vez en marcha. Muchas de ellas llevan detrás almorranas. ¿He dicho almorranas? Quise decir alforjas, de todos los tamaños y materiales.

Elegimos la terraza de un bar para tomar un café. El servicio resultó ser desastroso; tuvimos que pedir al camarero que limpiase la mesa que otros clientes acababan de dejar. El trapo que empleó nos hizo arrepentirnos: peor el remedio que la enfermedad, el trapo lo sacó de un cubo con agua negra y allí lo devolvió tras haber demostrado que «ante todo higiene».

R aprovechó para echar una siestecita, eso sí con la guía de Gante abierta, como buena sustituta de la tele. A y EJ se dedicaron frases hechas de ida y vuelta  dedicadas a sus cabezas: se te va la olla, la pinza, la castaña, la pelota, la bola, la fresa, el filete; las dos últimas inéditas.

Nos sobró tiempo y, temprano, regresamos en un tren casi vacío, sentados y disfrutando del paisaje.

En el hotel visitamos el minimuseo dedicado a Eddy Mercks y EJ, esforzado ciclista, quiso batir un record establecido por un lugareño en la prueba Cycling Challenge. Por las prisas no lo dejamos que si no…

Por la noche, en el centro, visitamos la «rue des Bouchers», calle estrecha con los adoquines levantados y muchos, demasiados, restaurantes adosados uno a otro, todos con terraza en la calle y sus «relaciones públicas» que te agobiaban para hacerte sentar. Me recordó Puerto Banús. En la mayoría de las mesas lucían las patatas fritas y los mejillones servidos en la misma olla donde cocieron. En la mayoría de las cartas se ofrecía la paella.

Elegimos uno con la misma suerte que en Gante. Aquí colocaron el mantel manchado sobre migajas que ya estaban antes y había que respetar. Como el resto, el restaurante es viejo sin disimulo y deteriorado. Tuvimos que regatear la manguera del aire acondicionado para subir al servicio. En fin, la calle es muy pintoresca pero necesitada de una buena «restauración».

Por allí estaba Delirium pero prometimos volver otro día.

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