La bolas del golf

cestoPara mí el golf era un coche o el deporte que practicaba Severiano Ballesteros y unos pocos más hasta que compré mi casa actual limítrofe con un campo de golf, con el green del hoyo 10 concretamente.

Durante los primeros días era un espectáculo el riego por aspersión, la máquina cortacesped con volante, el cambio diario de situación del hoyo en el green, el ruido del golpeo de la «madera» en el tee del 11, los gritos del jugador que lograba el par en el 10 o los del que hacía una salida desastrosa en el 11…

Hasta que el espectáculo pasó a formar parte del paisaje verde, siempre atrayente.

Luego llegó la curiosidad y el interrogante «¿será difícil?» y la respuesta «parece fácil», el argumento en contra «es muy caro» y otro más » es de pijos» y otro «los bombachos…por ahí no paso». O sea, tuve que reconocer que me estaba planteando jugar al golf.

Mis hijos se habían informado: había que tomar clases de un jugador profesional antes de poder salir al campo. Tomamos las clases que nuestro profe consideró oportunas, las imprescindibles para evitar que matáramos a nadie. Durante días el campo de prácticas fue testigo de nuestra ineptitud y de nuestro empeño, los cestos con bolas se sucedían uno tras otro y las bolas pasaban, sin pena ni gloria, a descansar al abrigo del césped y a la espera de ser recogidas y devueltas a la máquina para empezar el ciclo.

Una vez «titulados» nos sentimos desnudos. No teníamos palos, ni ropa ni calzado apropiados. Lo primero: una bolsa con palos para cada uno vino de Inglaterra directamente, por encargo. Las trajo un camionero que transportaba hortalizas. Maderas 1, 3, y 5, hierros 2 a 9, sand y putter. Un juego completo. Nos moríamos de ganas de estrenarlo.

Llegó el día. Esperamos a última hora para evitar que otros tuviesen que soportar nuestro ritmo cansino. Con la bolsa a cuestas, como los buenos, empezamos por el hoyo 1 con la meta en el 9, a menos que la falta de luz lo impidiese dejándonos con la gana.

Fue un recorrido glorioso. No olvidaríamos nunca como dábamos la energía a la bola y ésta, desagradecida, elegía la dirección por nosotros. Habíamos comprado bolas usadas, una bolsa de 30 para cada uno. No fueron suficientes, unas se perdieron al ir fuera de «calle», otras al ir a la calle, fuera del campo. Al principio contábamos los golpes honradamente, luego disculpábamos las penalizaciones si la bola desaparecía. ¡Encima! Y por último olvidábamos hacer la anotación en el cartón para no perder tiempo. Fue lo más inteligente, hubiera resultado incalculable.

Las anécdotas sí pudimos contarlas después a los niños que no paraban de reír. En la salida de un hoyo que corría paralelo a una calle muy transitada y con tráfico, el golpe fue buenísimo, la madera impactó de lleno lanzando la bola a gran velocidad pero ésta, siguiendo la tónica, decidió desviarse y salir a la calle. Encogimos los hombros temiendo lo peor, aunque al no oír gritos ni frenazos respiramos aliviados.

Otro golpe con la madera a una bola en el suelo sonó magnífico. La bola salió en vuelo rasante, a pocos centímetros del suelo, hasta chocar con un obstáculo que sonó a hueco. Se trataba de un pato que, de momento, quedó paralizado. Hasta vernos correr hacia él y, no conociendo nuestras intenciones, echó a volar. Otro suspiro de alivio, nos habían dicho que se trataba de una especie protegida.

Y así una tras otra. No llegamos a la meta, la luna no fue suficiente. Llevábamos un señor cabreo y el firme propósito de no volver.

Sí volvimos al campo de prácticas. En la tienda compramos carritos para transportar las bolsas y más bolas usadas. Poco a poco nos íbamos equipando.

En los siguientes recorridos llegaron las primeras satisfacciones. En una salida la bola había ido a parar al centro de la calle, al golpearla en el bunker no se había hundido aún más en la arena, al patearla a cierta distancia se había introducido en el hoyo y en vez de perderse treinta bolas, solo quince habían decidido desaparecer.

Decidimos sacarnos un abono, en el colmo del entusiasmo y el optimismo. Recorríamos el campo varias veces y en todas direcciones buscando nuestra bola, entrenamos y aguzamos la capacidad visual en busca de la bola. Coleccionábamos cartones con el mapa del campo y el cuadro de anotaciones, así como lápices con la punta intacta. Limpiábamos los palos tras cada recorrido y hacíamos acopio de bolas allá donde las encontrábamos más baratas. No podíamos decir que progresáramos pero tampoco nos atrevíamos a decir lo contrario. ¡Quién sabe!

Compramos una caña telescópica para «pescar» la bola que caía al agua de los lagos. La caprichosa bola era la protagonista indiscutible. Compramos zapatos específicos y nuestro juego no mejoró. Compramos otro putter y nuestro juego en el green no mejoró…

Empezamos a dar respuestas con conocimiento de causa. Era difícil, muy difícil. Era caro, muy caro. Era un deporte de élite. Y también era un reto que nos tenía enganchados.

Terminamos por convencernos. No era un deporte para nosotros. Así que no volvimos a comprar abonos. Practicamos esporádicamente y elegimos otros deportes en los que la bola tuviera límites: frontón, padel, squash…

¡Ah! El Golf seguía produciéndose en cadena y se vendía como churros, a pesar de ser tan caro. Severiano Ballesteros siguió dándonos alegrías aunque nunca explicó cómo la bola iba derechita si él la golpeaba. Los magos nunca revelan sus trucos. Lo nuestro también tiene su mérito y tampoco nos lo podemos explicar.

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Entradas relacionadas

Comienza escribiendo tu búsqueda y pulsa enter para buscar. Presiona ESC para cancelar.

Volver arriba